Entrevista a José Kozer. “No hay que ser poeta, lo que hay que hacer es escritura”

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Por Carlos Alejandro 01 noviembre 2020

José Kozer (La Habana, 1940) salió de Cuba a los veinte años para no volver. Luego de dar clases de literatura y pasar los veranos en el sur de España, Kozer se ha retirado finalmente a leer y escribir. Desde ahí reflexiona sobre su imaginación poética, la condición del exilio en su vida, la importancia de los diarios para construir su español, su “amor odio” hacia la isla caribeña y la relación con sus poemas. Cumplidos los ochenta años, sigue su consejo de no preocuparse por ser poeta sino por escribir. Con devoción. Unos minutos cada día. Ahora mismo está a punto de terminar Imago mundi, una serie de mil poemas. aborum.

Tienes medio siglo viviendo fuera de Cuba. Como poeta ¿qué relación mantienes con el exilio?

Salí de Cuba y me encontré en la década de los sesenta en una Nueva York maravillosa, nada cara, bastante solidaria y divertida, abierta a numerosas corrientes de toda índole, lo literario, lo político, lo ecuménico, una amplitud de miras, destellos inusitados que de haber permanecido en mi país hubieran, creo, contribuido a mi anquilosamiento, o al menos a ir abriéndome en mi trabajo a un acceso limitado a las nuevas corrientes, a la multitud de libros que conforman una tradición ancestral a la vez que una renovación acelerada y actual. Y eso que Cuba era un país abierto a numerosas corrientes que después tomaron otro camino bastante cercano, a mi juicio, al estancamiento.

He visto en el exilio cubano a gente valiosa que perdió por completo el pie y no pudo adaptarse a los nuevos rumbos. Seguían considerando la posibilidad de un regreso que yo, por mi parte, vi o intuí desde el comienzo que jamás sucedería: me planteo si no jugué con ventaja, primero porque mi origen judío y mi casa y familia judíos, no con exclusividad, me abocaban a sentirme cómodo en mis nuevas circunstancias. Ya mis padres se habían adaptado desde Polonia y Checoslovaquia a una realidad cubana, tropical, que implicaba un nuevo clima, otro idioma, una circunstancia que de entrada se realizaba en un idioma que se lee y escribe de izquierda a derecha y no como el yidish de derecha a izquierda –lo mismo que sucede con el hebreo, idioma que sin conocerlo me llenó los oídos de aljamías que escuchara de niño en una vieja y destartalada sinagoga de La Habana Vieja–. Y segundo porque en casa, aquella casa, se mezclaba el yidish con el castellano, o castellanos, ya que no era lo mismo el español de mi padre que el de mis tíos o tías, mi propia madre que hablaba, como digo en algún poema, en un esmerado castellano. Entonces ya vivo desde pequeño inmerso en tonos, secuencias, musicalidades, sitios, posibilidades que me facilitan, por poner un ejemplo, interesarme, incorporar a mi mundo literario la poesía oriental, la china y la japonesa, a través de las antologías publicadas por New Directions, y luego la labor realizada por los estudiosos de la Universidad de Columbia, que me guían a adentrarme lo más posible en aquellas lejanas tradiciones orientales.

Es decir, más que resistir se trataba, en mi caso, de absorber, reabsorber, modificar, entremezclar, mover o dejarse mover unas fichas que siendo en principio “ajenas” acabarían por convertirse en parte integral de mi existencia, de manera que el cubano que salió de Cuba, cubano de origen judío, no solo se integró con facilidad a Nueva York, al idioma inglés, a una cultura anglosajona con sus bondades y sus prejuicios –y eso nos permite liberar y descartar–, sino a la vez crecer en direcciones varias, incorporando sin cesar otros panoramas y paisajes, otros idiomas, reales o imaginarios.

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