Por Carl Ruck
Los antiguos romanos llamaban al “poeta” un vate, equivalente a decir, “sacerdote” o chamán, como en el Vaticano, nombrado así originalmente por la colina de los chamanes oraculares en Roma, incluso antes de que se volviera el hogar de los Papas. Su etimología más básica relaciona al vate con la “voz” o vox del hablante, identificable anteriormente en el sánscrito vad, “poner en marcha” y vat, “despertar espiritualmente”. El poeta era un clarividente, un narrador de la verdad. Lo que la voz de los vates espiritualmente inspirados vocalizaba era clarividente; el mundo, lo que había sido en el pasado, lo que ahora existía, y lo que aún vendría a ser en el futuro, lo hablado en adelante como un profeta. “Lo que fue dicho” o el latín fata que era Destino, la inmutable verdad del universo, como debe ser siempre, incluso si aún fuera desconocida para la audiencia que escuchaba la voz.
Los antiguos griegos llamaban al poeta un “cantor” un aoidós, como lo hacían los romanos, para quienes la palabra era cantor. Ambos idiomas coincidieron en que la expresión era un “canto”, un carmen en latín, o una “oda” en griego. El canto que tenía el poder de convocar al mundo era expresado por los vates como un encantamiento.
El canto era inspirado, no algo de la invención del cantor. Residía en otra dimensión y sólo pasaba a este reino de realidad a través del poeta como mediador. Los griegos lo llamaban “sacerdote” un mántis, relacionado con “mántica” y “manía”, descriptivas de una locura enajenada. Los poetas como los sacerdotes estaban poseídos, no en su juicio apropiado, sino en un estado de éxtasis o arrobamiento chamánico. Eran el instrumento a través de cuya voz la verdad de otras dimensiones encontraba expresión. Los poetas la escuchaban como la voz de los dioses, personificada como las Musas, relacionadas con “música”, y nombradas por su “deseo” apasionado, o entre los romanos simplemente como las “Cantoras” o Carmenae. Los dos grandes poemas que han llegado a nosotros atribuidos a Homero, empiezan similarmente con una invocación a la deidad para hablar en ella y a través de su voz:
μῆνιν ἄειδε θεὰ Πηληϊάδεω Ἀχιλῆος
“Canta la ira, Diosa, del hijo de Peleo, Aquiles.”
ἄνδρα μοι ἔννεπε, μοῦσα, πολύτροπον, ὃς μάλα πολλὰ
πλάγχθη
“Pon en mí la historia de aquel hombre, Musa, del ingenioso que deambuló tan lejos”
Las deidades eran consideradas las hijas de la Memoria, no sólo del pasado de las cosas, -para que los poetas pudieran recordar eventos de regreso a los mismos comienzos del tiempo-sino en un sentido más místico, memorias de las cosas una vez vistas pero olvidadas, y al ser vistas de nuevo, reconocidas como verdades familiares ya residentes en el alma del oyente. Era el futuro desarrollándose como algo ya pasado, una fascinante revelación de que las acciones del presente se mediaban con el pasado, en negociación con los términos de lo que ya ha pasado a tiempos futuros.
Los griegos también llamaban al poeta un “hacedor o creador” como el poietés, una palabra que los romanos también acogieron, el poëta, un “poeta”, la palabra común hoy. Lo que las voces cantantes de los inspirados, extáticos y divinamente poseídos vates crearon fue la palabra, el encantamiento, el aparecer de las cosas en la realidad.
Como el inspirado evangelio místico de Juan proclamó: “En el principio era la palabra. Sin hablarse, no se hubiera hecho lo que se hizo”. Nombrar hace brotar al ser: “Que haya Luz. Y allí estuvo la Luz.” Luego todas las criaturas de la creación fueron llamadas a ser simplemente por asignarles palabras, dándoles nombres.
Este es el poder del poeta –ver más allá de la apariencia de las cosas:
Atrapé esta mañana al subordinado de la mañana, reino
del delfín de la luz, Halcón manchado de amaneceres moteados, que en su cabalgar
De rodante nivel, bajo su lugar el aire
Esta es la descripción de Hopkins de la epifanía de la Deidad, tomada en el dominio del vuelo de un halcón al amanecer, precursor de la Iluminación de la verdad:
Y el fuego que estalla de ti entonces, mil millones
De veces le decían el más adorable y peligroso.
El mundo no es lo que parece. Está preñado de significado sobresaliente. Los objetos no existen simplemente, sino que brotan imbuidos de significado.
Si las puertas de la percepción fueran limpiadas, todo le parecería al hombre tal como es.
Infinito.
Porque el hombre se ha encerrado a sí mismo hasta ver todas las cosas por los estrechos
resquicios de su caverna.
El poeta como chamán tiene acceso al Jardín de la Creación, que reside profundo y olvidado dentro del alma humana, cantando el mundo en existencia, nombrando con el poder de la palabra para hacer, para crear. No es un poder reservado a la deidad,
Somete la tierra y multiplica. Y le dio dominio al hombre sobre todos los peces y aves
y todos los animales.
Nadie pensó en consultar a los animales, o consideró los límites finitos de la capacidad de la tierra. El poeta de pie en ese Jardín de la Creación, embelesado con la visión del momento primordial, puede conjurar mundos mejores en el ser. El destino es sólo lo que se dijo. Que la palabra se diga y el pasado pueda hacer brotar un nuevo Futuro, encantar un mejor destino para la humanidad. Como dijo el enigmático Heráclito:
No lograrías encontrar la frontera del alma, incluso viajando por
todos los caminos. De lejos es un país, tan profunda es su Palabra.