Tan cerca y tan lejos: perdidos en la traducción

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Por Tallulah Flores Prieto

Si bien la teoría literaria explica el proceso creativo poético a partir de las especificidades de las épocas, los movimientos y los estilos, para lo que hoy nos ocupa definiremos el poema como un profundo acto revolucionario de sensibilidad que ha logrado transgredir la percepción y la valoración de la realidad a lo largo de la historia. Así el poeta, guiado tanto por la razón como por la pasión, resignifica el mundo mediante un juego semiótico en el que la duda, las certidumbres extraordinarias o la inutilidad misma de las imágenes que nos asaltan nos ofrecen la posibilidad de entrar a sustratos desconocidos de nuestro ser y de nuestra historia colectiva.

Las emociones, dice Charles Pierce, son particulares efectos de sentido: signos que aparecen para traducir otros signos, cadenas de signos en movimiento que se asocian para ser decodificados, inferidos, codificados nuevamente. De allí que podamos imaginar la agitación de nuestra mirada cuando capturamos o somos capturados por el poema, ese cuerpo que se aviva y resplandece hasta transformarse en un estallido que se pierde en su propia llama: una ilusión óptica, pero a su vez la exposición a nuevas visiones que se convierten en creencias.

El poeta, como hacedor de imágenes, se debe a la magia de ese centelleo. Y la vive y la reescribe en una especie de ir y venir, inmerso en un evento excepcional. Como el azadón en la mano del campesino que libra un diálogo con la tierra, el poeta va y viene haciendo surcos en las páginas, confrontando ideas, dando vueltas a las palabras en un eterno duelo de polisemias en el que la imagen creada se convierte y se pervierte hasta señalar el reverso de las cosas mientras se esculpe el verso. El poeta se deja transcurrir, consciente y dueño absoluto del versus, mientras usa su idioma, como un azadón, para resignificar los destellos.

También los narradores sufren quizás de otra manera la experiencia del destello al reinventar, ficcionar o recrear las realidades que los tocan. Cada vivencia propia o ajena se torna en escritura posible, en traducción de lo vivido, lo escuchado, lo leído. Los escritores han sido los sabios traductores de la historia universal; los narradores de la belleza, de la gran tragedia, y de la soledad del hombre como jamás lo ha relatado la Historia Oficial de los pueblos.
Todos estamos expuestos, afortunadamente, al universo de los signos. Los decodificamos y codificamos una y otra vez para comprender el mundo, para comprendernos, para comunicarnos. Aun nuestros habitantes más iletrados, ruedan tierra, ruedan sentidos como expresó tan bellamente Anibal Ford, refiriéndose al oficio de los cronistas de viajes.

…El corazón es un ojo…sigues el rumor de tu sangre por el país desconocido que inventan tus ojos…estás en el interior de los reflejos, estás en la casa de la mirada, los espejos han escondido todos sus espectros, no hay nadie no hay nada que ver, las cosas han abandonado sus cuerpos, no son cosas, no son ideas: son disparos verdes, rojos, amarillos, azules, enjambres que giran y giran….torbellino de las formas que todavía no alcanzan su forma…tu mirada teje y desteje los hilos de la trama del espacio… el ojo es una mano….hay que poblar el mundo con ojos, hay que ser fieles a la vista, hay que crear para ver, nos dice Octavio Paz en estos versos de La casa de la mirada que señalan lo esencial: la misteriosa urdimbre que oculta los signos, el centelleo que permite paradójicamente volver a ver, la transgresión y la resignificación a través de la escritura: el poema como una nueva luz que nos permite ver las palabras cotidianas amadas y perdidas, pan, ventana, agua como nos señaló Jorge Teillier, uno de nuestros más grandes poetas.

El poeta es también el receptor de las voces universales. Y se debe como ser humano o debería deberse, según T. S. Eliot, a las voces de los poetas muertos. Así nos lo recuerda también a modo de “mandato” en su prólogo a Los poetas metafísicos. De tal manera que un poema podrá eventualmente llevar consigo las huellas heredadas genuinamente de ideologías políticas y religiosas, juegos de estilo y estructuras, modos de ver el mundo, lejanos en el tiempo. Y, sin embargo, y con fortuna, ellos, los creadores, estarán inhabilitados para obviar lo que Eco denomina la forma mentis, su propia y única matriz de la que no podrán escapar.

De allí que el oficio artesanal del traductor de poesía sea tan apasionante como doblemente riesgoso: perfectible de equivocaciones y de falsas perspectivas, el nuevo autor deberá renunciar a sí mismo para redefinirse mediante el poema que reescribe, adherirse a la historia y a la lengua del poeta que asume, a su cultura, y como si fuera poco, lidiar con sus influencias. Pero, sobre todo, ser el intermediario del espíritu del poeta que lo orienta.

La traducción de un poema, en el ámbito lingüístico y cultural, requeriría entonces de una cuatriedad en la que la energía de cuatro elementos cimentará el artefacto final: dos universos de imágenes, originados en la mente de cada uno de los creadores, y dos signos lingüísticos vertidos en los dos idiomas que evocan el motivo fundacional de la representación simbólica que es el poema. Por arbitraria y desbordada que sea la analogía que nos asalta de pronto, puede resultar al menos atractiva la idea de la concepción del cosmos en el imaginario de algunos pueblos indígenas latinoamericanos en la que los cuatro elementos primordiales habitan interdependientemente, cada uno en un rincón del mundo para desde la dualidad hacer posible el equilibrio y la armonía.

El asunto de la traducción, especialmente de la poesía, es un proceso de interpretación y posterior representación simbólica mediante el cual el autor y el traductor se abandonan en una suerte de lo que Eco denomina negociación, y que sería quizás preferible evocar como un acto de mutuo y feliz desprendimiento, aun entre los poetas vivos y los muertos, en el que la magia de la creación se impone.

Pero, ¿cuál es el futuro de la traducción? Si imaginamos a Pound traduciendo a Li Po con el propósito de hacer accesible su musicalidad con la sensibilidad del idioma inglés, porque en sus palabras en poesía sólo la emoción perdura; si leemos las primeras traducciones de Baudelaire al francés de algunos de los cuentos de Edgar Allan Poe que fueron más tarde traducidos al español, “trajinados” y “transitados” ya en dos lenguas; o escuchamos la voz de protesta de Else Lasker Schuler, oculta en una librería de Berlín, porque a pesar de la prohibición continuaría escribiendo sus poemas en alemán antes que en hebreo. Si observamos la determinación de tantos investigadores extranjeros que ingresan a las comunidades indígenas latinoamericanas con la firme convicción de que desentrañarán el espíritu de los pueblos nativos si traducen sus cantos, podríamos pensar entonces que el oficio de la traducción de la literatura y la poesía seguirá teniendo el espacio que siempre tuvo.

No obstante, en una sociedad global que nos exige usar un signo en lugar de otro; que nos marca como consumidores industriales y culturales; que impone símbolos sin la anuencia de la comunidad, y borra sistemáticamente la memoria colectiva, el tema, por supuesto, tendría que abordarse desde el enfoque de la comunicación de masas. Pero es imposible no expresar cierto desaliento. El concepto de aldea global nos aboca a nuevas relaciones que podrían ir en detrimento de las expresiones culturales, hábitos, usos y costumbres que ya empiezan a vulnerar el pensamiento que es la lengua. No quisiéramos acordar con Eco que todo ha sido creado para mentir, que estamos viviendo la anticultura y el signo del derrumbamiento. El futuro, entonces, estará en los corazones de los artistas, los poetas y los traductores como la memoria activa de la historia que está por escribirse. La iridiscencia debe prevalecer.

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